27 de octubre de 2012

Néstor.


Tengo palabras atragantadas. Atravesar la muerte de otro y sentirla cercana es algo inédito para mí. Otro que no es familia, ni amigo. Compañero, eso.

Las banderas, las consignas. Los compañeros. La Plaza.
Atravesar la Plaza, la primera Plaza del país, para despedir al compañero y presentarle nuestros respetos. Para que sepa que acá estamos y estaremos, construyendo lo que él empezó.

Ahí estaba el pueblo. Precioso. Colmado de banderías y de independencias. Yo estoy porque tengo que estar acá, escuché decir a una doña. También sentí eso. Venir a despedir. Venir a apoyar. Venir a encontrarnos con los que están y sienten como uno. Porque cuando duele, el cuerpo busca abrazos que duelan parecido, para no sentirse solo.

Pasar la noche porteña en la Plaza de Mayo. Y recibir el solcito de la mañana ahí. Donde también pasaron la noche varios descamisados, pobres y rotos que no tienen techo. Desperezarse y andar. Recibir el sol con mate caliente y bizcochos horneados y algunos diarios recién salidos para ver qué se dice y qué se dijo de los días que estábamos viviendo. Y mientras, mirar la pantalla que transmitía lo que pasaba desde adentro del Salón de los líderes latinoamericanos, por donde transitaron toda la noche compañeros y compañeras a despedir a Néstor.

¿Estábamos naciendo ahí? En esos momentos en que nos mirábamos y nos encontrábamos llorando el mismo dolor, la misma pérdida, sintiendo la misma y terrible falta. ¿Éramos nosotros descubriéndonos unidos por alguien que nos trascendió, y después de muerto nos funda? ¿Nacíamos ahí? ¿Fuimos un pueblo construyéndose una nueva identidad política, unos nuevos sujetos, hermanados por la muerte de uno de los nuestros?
Todavía faltaba la lluvia. Que empezó como llovizna y no paró durante el resto del día. Pero había un compañero muerto. Un compañero de corazón enorme, y al que, ironías de la muerte, su tiro del final fue un corazón que erró. Y a los compañeros muertos hay que despedirlos y acompañarlos.

De a poco libero esto. Tengo tantas palabras atragantadas. Que no sé cómo escribirlas. Para quién. Para mí, resuelvo. Y a la mierda. Vuelvo.

La lluvia no molestaba. Mojó, sí. Hizo frío, sí. Pero marcaba una diferencia con los otros días. Se me ocurrió pensar en algún momento que el pueblo y el cielo tenían ritmo circadiano. La lluvia convertía ese día en historia. Para siempre. El último día de despedida del compañero. El compañero que nos dio tanto, y que sólo la buena historiografía podrá hacerle justicia.

¿Nos trasciende esto que nos pasó?
Nos deja mareados en medio de una tormenta que aún no supimos calmar.
Nos deja pasmados ante lo injusto.
Y cantando, convencidos, con nuevo furor: Sean eternos los laureles, que supimos conseguir. Coronados de gloria vivamos… ¡o juremos con gloria morir!

A Néstor Carlos Kirchner.

19 de octubre de 2012

Mañanas.

Hay veces que me acariciás
como si estuviera por acabarse el mundo. De una forma final. Atroz.
Terriblemente hermosa.

Es incierto esto. Raro. Tranquilo... debe ser por eso que me gusta.
No tiene exigencias. Ni tiempos.
Hay cariño, no amor. Y eso, por ahora, es un alivio.

Hay veces que me duermo pensando en tu abrazo, en tu espalda, tu boca
y ay!, dudo de todo, un rato.

Pero no. Esto que somos es así, con sus incertezas y sus vaivenes
y sus gestos amorosos. O no.
Esto que no somos, no se mide.

Y eso es tan lindo como tu caricia mañanera.