Tengo
palabras atragantadas. Atravesar la muerte de otro y sentirla cercana es algo
inédito para mí. Otro que no es familia, ni amigo. Compañero, eso.
Las
banderas, las consignas. Los compañeros. La Plaza.
Atravesar
la Plaza , la
primera Plaza del país, para despedir al compañero y presentarle nuestros
respetos. Para que sepa que acá estamos y estaremos, construyendo lo que él
empezó.
Ahí
estaba el pueblo. Precioso. Colmado de banderías y de independencias. Yo estoy porque tengo que estar acá, escuché
decir a una doña. También sentí eso. Venir a despedir. Venir a apoyar. Venir a
encontrarnos con los que están y sienten como uno. Porque cuando duele, el
cuerpo busca abrazos que duelan parecido, para no sentirse solo.
Pasar
la noche porteña en la Plaza
de Mayo. Y recibir el solcito de la mañana ahí. Donde también pasaron la noche varios
descamisados, pobres y rotos que no tienen techo. Desperezarse y andar. Recibir
el sol con mate caliente y bizcochos horneados y algunos diarios recién salidos
para ver qué se dice y qué se dijo de los días que estábamos viviendo. Y
mientras, mirar la pantalla que transmitía lo que pasaba desde adentro del Salón
de los líderes latinoamericanos, por donde transitaron toda la noche compañeros
y compañeras a despedir a Néstor.
¿Estábamos
naciendo ahí? En esos momentos en que nos mirábamos y nos encontrábamos
llorando el mismo dolor, la misma pérdida, sintiendo la misma y terrible falta.
¿Éramos nosotros descubriéndonos unidos por alguien que nos trascendió, y
después de muerto nos funda? ¿Nacíamos ahí? ¿Fuimos un pueblo construyéndose
una nueva identidad política, unos nuevos sujetos, hermanados por la muerte de
uno de los nuestros?
Todavía
faltaba la lluvia. Que empezó como llovizna y no paró durante el resto del día.
Pero había un compañero muerto. Un compañero de corazón enorme, y al que,
ironías de la muerte, su tiro del final fue un corazón que erró. Y a los
compañeros muertos hay que despedirlos y acompañarlos.
De a poco
libero esto. Tengo tantas palabras atragantadas. Que no sé cómo escribirlas.
Para quién. Para mí, resuelvo. Y a la mierda. Vuelvo.
La
lluvia no molestaba. Mojó, sí. Hizo frío, sí. Pero marcaba una diferencia con
los otros días. Se me ocurrió pensar en algún momento que el pueblo y el cielo
tenían ritmo circadiano. La lluvia convertía ese día en historia. Para siempre.
El último día de despedida del compañero. El compañero que nos dio tanto, y que
sólo la buena historiografía podrá hacerle justicia.
¿Nos
trasciende esto que nos pasó?
Nos deja
mareados en medio de una tormenta que aún no supimos calmar.
Nos deja
pasmados ante lo injusto.
Y
cantando, convencidos, con nuevo furor: Sean eternos los laureles, que supimos
conseguir. Coronados de gloria vivamos… ¡o juremos con gloria morir!
A Néstor Carlos
Kirchner.
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