Hace algunos días un amigo con el que solía convivir me
devolvió unas fotos familiares que se traspapelaron en la mudanza. En una de
esas fotos estoy, pequeñísima, con mi perra La
Negra. Mi abuela paterna Nilia, la Chiche ,
que hacía la comida más exquisita que jamás voy a volver a probar, era la dueña
de esa foto. La tenía en su casita del barrio Pompeya, al norte bien norte de
Santa Fe. La abuela no tenía muchas fotos, sólo las importantes. Las de su
casamiento, las de su mamá -mi bisabuela Aurelia, o Chocha, para la familia-, las de su papá -el bisabuelo Numa-, las
de su único hijo cuando era chiquito y orejón –mi viejo, que sigue siendo ambas
cosas-. Y las fotos de sus nietos. De esas tenía varias. Mi mamá le había
regalado bastantes, para que la abuela no se quedara sin fotos nuestras.
Hace diez años la abuela se inundó. No llegó el Salado a su
casa, pero sí el agua de lluvia, que tapó las calles, las veredas, entró en las
casas y se quedó por varios días.
Apenas pudimos, sacamos a la abuela de ahí, hasta que bajara
el agua. Estábamos lejos. Me acuerdo de la sensación de no poder salir de casa,
de no poder ir a verla. Un dolor intenso y nuevo, que no conocía. Lo mismo con la Claudi , la mujer que nos
cuidó (nos cuida) desde que me acuerdo. Ella estaba en Barranquitas. El Salado
le llevó todo, todo. Hasta un tapial, creo, y muchas de sus mascotas. Lo mismo
con mi viejo, en Barrio Alfonso. Ahí sí que llegó el Salado y ¡cómo! Azotó la
casa y tuvieron que bajar del techo a mi hermanito de meses en un bolso de
viaje hasta la canoa que los sacó de ahí, de la mierda marrón
–¡¡Cuidado que en el bolso está mi hijo!!-
gritó Alejandra, la esposa de mi papá.
Hoy es una anécdota familiar. Lo mismo
mis tíos y primos. A Centenario llegó el Salado y rompió el techo de la casa,
el gato se fugó para siempre, y la mugre quedó por días y días y días. Mis
tíos, que son sordomudos, se despertaron sorprendidos por el agua en medio de
la noche. No imagino el miedo, no puedo.
Lo más terrible fueron las fotos. Después de los llantos, de
los abrazos, de agradecer por estar vivos, de putear hasta quedarnos sin
aliento, de gritar, de patalear, de marchar, de limpiar la mierda, de putear,
putear y putear, lo que faltaba eran las fotos. No quedaban fotos de mis primos
cuando eran chiquitos. Se perdieron fotos de mi hermanito Fabrizio, recién
nacido. Varias de mi papá cuando era chico. Algunas de mis hermanos y yo.
Meses después, ese mismo año, perdí mis amígdalas, mi
virginidad, mi novio. Y la perdí a mi abuela Nora, la abuela materna de los
hermosos faroles verdes. Ella no se inundó, su hijo sí –mi tío-. Y eso la
carcomió. El Salado la mató, sin dudas.
Ahora, diez años después, pienso que no pasó el tiempo. Que fue ayer. Ayer estaba en quinto año de la secundaria, despertándome de la siesta, sorprendida por la violencia de lo que se podría haber evitado. Son diez años condensados en un cúmulo de memorias que pueden contarse con los
dedos de la mano. Y la memoria más feroz y más terrible es la de ese 2003. La
del Salado. Es curioso que ahora viva en una ciudad donde el río me significa
cosas tan diferentes, tan cercanas a la hermosura. Y hace algunos días mi amigo
me dio esa foto en que estoy en el patio de una de las casas en las que viví
cuando era chica con mi perra
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