Liliana va a estar protegiendo las puertas antes de entrar en la
muerte, como lo hicieron todos los gatos del mundo, siempre. Antes de
morir, hay un gato que vigila ese lugar y le huele las hendiduras.
Está ahí para decirnos hasta pronto.
Liliana enloquece después de comer
atún. Salta, corre, se alborota. Pasada la excitación se revuelca
panza arriba, agotada.
Liliana duerme conmigo cuando estoy
triste. Ella lo sabe. Me busca los pies y ahí se queda, latiendo
suavecito, acompasando la tristeza.
Liliana revuelve la basura y deja la
mugre esparcida. Tengo la sensación de que por dentro se mata de
risa cuando lo hace. De hecho, Liliana era sólo Lili al principio, pero después de varias cagadas se ganó un nombre completo.
Una vez leí que los gatos son animales
desamorados, que se irían con otra persona sin dudarlo, siempre que
les den de comer. Pero Liliana se perdió una vez, dos días enteros,
y volvió. Magullada y sucia. Volvió a su casa. Ese lugarcito en
este rincón del mundo que tiene olores conocidos, y donde la
acarician y la miman, a pesar de que tire la basura o a veces no use
las piedritas.
Liliana, a veces, mira fijamente las
paredes, los rincones donde en apariencia no hay nada. Sabemos que ve
cosas que los humanos no llegamos a percibir. Las energías de otros, los
fantasmas, el sonido.
Pocas mascotas he amado tanto.
Lo cierto también es que pocas son tan hermosas como ella.
Y sé que Liliana va a estar ahí,
cuando yo muera, dándome la bienvenida a lo desconocido.
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