16 de marzo de 2014

Lili(ana).

Liliana va a estar protegiendo las puertas antes de entrar en la muerte, como lo hicieron todos los gatos del mundo, siempre. Antes de morir, hay un gato que vigila ese lugar y le huele las hendiduras. Está ahí para decirnos hasta pronto.
Liliana enloquece después de comer atún. Salta, corre, se alborota. Pasada la excitación se revuelca panza arriba, agotada.
Liliana duerme conmigo cuando estoy triste. Ella lo sabe. Me busca los pies y ahí se queda, latiendo suavecito, acompasando la tristeza.
Liliana revuelve la basura y deja la mugre esparcida. Tengo la sensación de que por dentro se mata de risa cuando lo hace. De hecho, Liliana era sólo Lili al principio, pero después de varias cagadas se ganó un nombre completo.
Una vez leí que los gatos son animales desamorados, que se irían con otra persona sin dudarlo, siempre que les den de comer. Pero Liliana se perdió una vez, dos días enteros, y volvió. Magullada y sucia. Volvió a su casa. Ese lugarcito en este rincón del mundo que tiene olores conocidos, y donde la acarician y la miman, a pesar de que tire la basura o a veces no use las piedritas.
Liliana, a veces, mira fijamente las paredes, los rincones donde en apariencia no hay nada. Sabemos que ve cosas que los humanos no llegamos a percibir. Las energías de otros, los fantasmas, el sonido.
Pocas mascotas he amado tanto. Lo cierto también es que pocas son tan hermosas como ella.

Y sé que Liliana va a estar ahí, cuando yo muera, dándome la bienvenida a lo desconocido.


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